Vivimos en tiempos acelerados. Todo cambia rápido, las imágenes se suceden una tras otra, y los referentes parecen desvanecerse con la misma velocidad con que aparecen en nuestras pantallas. En medio de esa vorágine de estímulos, la reciente partida de Claudio di Girólamo y Gastón Soublette nos sacude. Nos recuerda, con una mezcla de pena y gratitud, lo mucho que necesitamos de los sabios. De esas personas que no solo saben cosas, sino que han aprendido a mirar el mundo con hondura, a escuchar lo invisible, a sembrar belleza.
Ellos fueron, sin duda, “sabios de la tribu”. Hombres que vivieron con profundidad, que supieron sostener con su vida y su obra un hilo invisible que une generaciones. En un país que a veces olvida con demasiada facilidad, su legado aparece hoy como una brújula para quienes educamos y nos educamos desde la fe: ¿qué hacemos con el tesoro cultural y espiritual que hemos recibido?
Claudio di Girólamo fue un artista completo. Un tejedor de símbolos. Escenógrafo, sí, pero también maestro, hombre de espíritu, convencido de que el arte puede abrir espacios de encuentro, de reflexión y de fe. En sus obras, la belleza no era un adorno, sino un camino. Un modo de tocar lo sagrado con las manos.
Gastón Soublette, por su parte, fue un caminante incansable del alma chilena. Filósofo, musicólogo, observador de los signos del tiempo. Estudió la tradición mapuche, la música popular, la espiritualidad cristiana… y en todo eso buscó lo mismo: sentido. Con voz pausada y mirada aguda, nos enseñó a contemplar lo que a menudo pasamos por alto, a reconocer lo trascendente en lo cotidiano.
Y es que la muerte de ambos no es solo una despedida. Es también una oportunidad. Una especie de llamado a detenernos, aunque sea por un momento, para preguntarnos: ¿estamos formando personas capaces de sostener esa herencia? ¿Estamos enseñando a mirar con profundidad, a sentir el valor de lo que perdura? El homenaje que tantas voces han rendido a Claudio y a Gastón nos invita también a mirar nuestra propia casa: nuestras aulas, nuestras comunidades educativas, nuestras formas de enseñar. ¿Qué lugar damos a la cultura, a la contemplación, a la espiritualidad en nuestros currículos? ¿Cómo transmitimos la fe cuando todo parece empujarnos al rendimiento inmediato?
Para los y las estudiantes, estas figuras pueden parecer lejanas… al principio. Pero basta una historia, una imagen, una frase, para que algo despierte. La verdad es que, en un mundo saturado de estímulos, encontrar a alguien que vivió con sentido puede ser un regalo inesperado, incluso transformador. Ahí, en ese cruce entre generaciones, nace algo poderoso: la posibilidad de reconocerse parte de una historia más grande, de una tradición que no encierra, sino que da raíces para mirar el futuro.
Y para los educadores, su partida también es un espejo. Nos pone delante de nuestra vocación más honda: no solo enseñar contenidos, sino acompañar búsquedas, sembrar sentido. En tiempos donde la autoridad se cuestiona o se menosprecia y los adultos a veces dudamos de nuestro lugar, necesitamos volver a la fuente. Recuperar el coraje de ser referentes, aunque no perfectos. Ser testigos de aquello que vale la pena serlo. La educación católica, en particular, tiene algo muy valioso que ofrecer. Una forma de integrar fe, cultura y sabiduría en una experiencia que va más allá de lo académico. Una invitación a formar personas completas: sensibles, críticas, creyentes, humanas.
Claudio y Gastón ya no están físicamente, pero su luz queda. Como faros que siguen brillando en la noche, nos ayudan a orientarnos cuando todo parece confuso. Su partida nos deja una tarea: no dejar que esa luz se apague. Valorar a los sabios y sabias que aún están entre nosotros, y asumir —con humildad y valentía— la responsabilidad de transmitir su legado.
Porque en un mundo lleno de referentes fugaces, educar desde la fe puede ser un acto profundamente contracultural. Puede ser, incluso, un acto de amor subversivo. Volver a los sabios no es quedarnos en el pasado. Es recordar que hay verdades que no envejecen, que hay belleza que no pasa de moda, que hay una sabiduría que, aunque silenciosa, sigue sosteniéndonos.
Y sí, hoy más que nunca, necesitamos volver a escuchar esas voces pausadas en medio del ruido. Volver a lo esencial. Volver a lo verdadero.
Marcelo Neira Díaz
Dirección de Incidencia y Comunicaciones.