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De la pintura de guerra, a la pipa de la paz. Pasos para un diálogo genuino

Lunes 17 de Mayo, 2021
En este momento histórico que vivimos como país, hay muchas esperanzas puestas en el proceso constitucional como ejercicio cívico para reivindicar el talente democrático del diálogo.

Se ha dicho que el diálogo es muy importante para la resolución de conflictos y construcción de acuerdos. Perfecto. Pero esto puede quedarse sólo como una bella retórica, si no se activan competencias necesarias para reivindicarlo frente una cultura amenazada por la descalificación, el odio y la violencia. Ciertamente, no toda interacción necesariamente responde a las coordenadas del diálogo. Están el debate, la mediación, la negociación o las conversaciones casuales que se parecen y pueden complementarse. El diálogo es una experiencia exigente y, a veces, incómoda o vertiginosa por lo que implica en soltar seguridades y aventurarse al hecho de salir transformado de un encuentro así. 

Aquí se proponen cuatro pasos para el desarrollo de diálogos genuinos. Pasos que pueden ser tan obvios como cuando respiramos mecánicamente. La diferencia es que cuando somos conscientes de nuestra respiración, lo hacemos bien y termina fortaleciéndose nuestro sistema inmunológico. La misma buena salud podría extrapolarse a las relaciones humanas, prestando atención a esta ruta sugerida:
 

  1. Tomar conciencia de la alteridad que nos espera

Aunque este paso puede alternarse o ir a la par con el siguiente. Es muy importante primero apagar el piloto automático y tomar conciencia de lo que significa entrar en una experiencia dialógica. Parece obvio, pero esta pausa reflexiva previa es clave para comprender que la diversidad que nos espera es un dato y una premisa. Este ejercicio ayuda a calibrar las expectativas respecto de eventuales facciones, cálculos o acuerdos apurados, formulados sobre la base de alguna supuesta o deseada igualdad. El diálogo parte de la premisa de la diferencia, sino sería una suerte de monólogo extendido o proyectado en un otro, como mecanismo psíquico que lo invisibiliza, dado el sesgo de confirmación que todos poseemos cuando nos enfrentamos a miradas distintas u opuesta de las propias. 

Este paso es también relevante porque muchas veces se pasa por alto el hecho de que nuestro ánimo para dialogar está, de entrada, muy determinado por los imaginarios aprendidos respecto del otro. Por eso muchas veces el diálogo no se realiza, porque no hay un encuentro genuino entre personas, sino que sólo entre las ideas preconcebidas que persisten mutuamente, condición propicia para que opere la dinámica de los prejuicios. La exigencia aquí es pasar el umbral de tales estereotipos para entrar en contacto con las personas tal como son. Es un acto de trascendencia, por esa capacidad de salir de sí mismo para abrirse al otro. Este ejercicio de alteridad hace emerger estrategias de reconocimiento de la diversidad cultural, abriéndose a la posibilidad de que las subjetividades se vuelvan a configurar por medio de procesos de intercambios de información. Esto implica que los dialogantes asuman el esfuerzo adicional por librarse tanto de la cooptación como de la idealización del otro. 

 

  1. Actualizar el relato de la propia identidad

Sólo el encuentro con la singularidad de un otro hace posible que cada actor de la comunicación pueda volver sobre el relato de su propia identidad, en el sentido de “ser en relación con”. Si fuera al revés, si la premisa y expectativa fuera relacionarse con un otro percibido como “un igual”, la identidad sería presumible, no habría oportunidad para actualizar el propio relato, el diálogo no representaría ninguna exigencia y el intercambio fracasaría por sostenerse en la frágil estructura de los supuestos. Esto no significa desconocer o renunciar a la propia identidad, sino simplemente entenderla, ya no como muro imaginario que separa, sino como puente a partir del cual las identidades dialogantes se encuentran y se legitiman.

Por eso, con la comprensión de un “otro diferente”, la actualización del relato identitario emerge con mucha necesidad para que la comunicación funcione, porque es de toda justicia que cada interlocutor pueda ver con transparencia las identidades que están en juego, con sus tradiciones, convicciones, valores, etc. La confusión de guiones o ambigüedades identitarias dificultan la comunicación, pues el éxito inicial de toda relación no consiste en apurar acuerdos, sino en reconocer y honrar las diferencias. 
 

  1. Abrirse al intercambio de significados

Hecho este doble reconocimiento de alteridad e identidad es posible la apertura para el enriquecimiento mutuo. Esta experiencia ayuda a comprender la identidad ya no como un proceso rígido sino plástico, distinguiendo en la propia trayectoria personal lo importante de lo secundario. La confusión de estos planos entraña dos riesgos o pantanos que debilitan el diálogo. Por un lado, el relativismo, cuando hay fuerzas que buscan hacer pasar lo importante por secundario y, por otro lado, el integrismo, cuando esta confusión se da a la inversa, es decir, señalando lo accesorio como si fuera esencial. En este sentido es clave evitar dos extremos: el atrincheramiento cognitivo y las negociaciones líquidas. Primero, llevar el diálogo sólo al juego del intercambio epistémico lo transformaría en una escalada simétrica que compite por convencer e imponer una verdad y, en segundo lugar, comprenderlo sólo como negociación contribuiría a superponer intereses particulares a los principios que deben ser el gran soporte de los acuerdos.

A partir de un diálogo genuino es posible comprobar cómo las identidades se van configurando permanentemente a partir de encuentros significativos con otros. Por lo tanto, el diálogo en este plano no debe ser leído como falta de convicción sino como enriquecimiento de la propia identidad o ensanchamiento de la conciencia. La experiencia del otro visibiliza un nuevo ángulo desde donde es posible aproximarse a la realidad. La verdad construida como resultado del proceso dialógico es un hecho solidario, la consecuencia de una comunicación humana basada en el entendimiento y validación de los diferentes mundos de conciencia. Este paso permite encontrar nuevos puntos de inflexión que no serían posible sin una interlocución activa.

Este paso debe darse sobre la base de ciertas consideraciones que permitan también la horizontalidad de las relaciones, para evitar las típicas consideraciones excluyentes de ver al otro como superior o inferior. Aquí es donde se hace necesario generar condiciones para situar correctamente las categorías de igualdad y la diferencia: igualdad en el ámbito de la dignidad y el derecho desde donde se logre dar garantías para el diálogo, y diferencia en el ámbito de las prácticas culturales que aporten riqueza a la relación. Esto tiene particular importancia para reconocer el conflicto o la controversia como buenas señales del proceso dialógico por cuanto tensiona nuestras zonas de confort y permite que los saberes emergentes se complementen.

 

  1. Arribar a una nueva síntesis

Esta combinación de identidades configura un territorio inédito para la creación de una nueva cultura, entendida también como nueva red de significados compartidos. Este es el terreno propicio para los acuerdos, mínimos éticos y pautas de convivencias. Un paso que también representa una crítica a modelos integracionistas que muchas veces las instituciones desarrollan en su relación con la ciudadanía o cuando las relaciones se configuran sobre la idea de los juegos de poder. La apertura a nuevas prácticas asociativas permite el desarrollo de un sentido de pertenencia con nuevas fronteras identitarias, nuevas militancias, nuevas alianzas, donde los vínculos terminan siendo más importantes de los resultados.

De muchas maneras todas las identidades personales y culturales son fruto de permanentes nuevas síntesis que se van tejiendo conforme avanza la historia. Lo mismo sucede con “productos de las culturas” que determinan rangos identitarios más colectivos como las comidas, vestimentas y lenguajes. Asimismo, las nuevas ideas también son síntesis que surgen de incesantes intercambios de significados. Es a través del contacto con el otro como se reconstruyen estas identidades específicas, individuales y colectivas.

Finalmente, el diálogo no puede ser comprendido como un hecho aislado, más bien es un estilo de relación permanente. De este modo se libra de ser instrumentalizado pues representa un bien en sí mismo.  El arte de conversar representa una tremenda oportunidad de crecimiento personal y comunitario, siempre que la decisión de dar estos pasos implique la valentía de dejar atrás la pintura de guerra y aceptar la pipa de la paz. No es un ejercicio fácil, pero es muy transformador.


 

Marcelo Neira D.
Área de Incidencia y Estudios
Vicaría para la Educación
Mayo, 2021.

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