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Ser artífices de la esperanza

Miércoles 02 de Diciembre, 2020
María Ximena Rodríguez, Directora de Administración de nuestra vicaría reflexiona sobre la esperanza, que se construye en el vínculo con otros y se ejecuta en el tiempo trabajado en la búsqueda del bien.

Por lo general nos referimos y recurrimos a la esperanza cuando las cosas no van tan bien y nos aferramos a ella como a algo que está en un horizonte lejos de nosotros y al que aspiramos pacientemente. Sin embargo, la esperanza cristiana está llena de significados bastante más cercanos y profundos para nuestra vida cotidiana.

Ella, ante todo, lejos de ser una actitud pasiva y resignada y, en el mejor de los casos, un optimismo voluntarioso, es como dice el Papa Francisco: “una realidad que está enraizada en lo profundo del ser humano”. Al ser así, nos refiere a un dinamismo interior que mueve todas nuestras fuerzas y energías vitales. La esperanza se construye en el vínculo con otros, se ejecuta en el tiempo trabajado en la búsqueda del bien, se materializa en la paz del corazón cuando lo que esperamos es precisamente ese bien.

Podemos tener esperanza porque hemos sido constituidos ontológicamente por un Amor que nos impulsa a una meta cierta, nítida donde se arraiga la Vida definitiva. Todos podemos tener y construir esperanzas, “independiente de las circunstancias concretas y condicionamientos históricos” en los que cada uno vive (Francisco, Carta Encíclica, Fratelli Tutti, 55).  Todos podemos tender una mano y sentir recíprocamente la calidez del hermano/a. Todos podemos regalar una mirada y sentir la acogida de vuelta. Todos podemos acompañar el camino de un forastero y sentirnos acogidos por él. Y en esta dinámica de fraternidad vamos construyendo la esperanza que nos saca de nosotros mismos y le da significado concreto a la espera. Siempre se espera algo o a alguien. Y ese estar referidos a otros hace que esta virtud siempre sea posible y nos llene el corazón.

Educar a la esperanza está en los objetivos prioritarios de la formación de las personas, precisamente porque es despertar en ellas lo más genuino del corazón, esas reservas valóricas enraizadas en nuestro interior que se ponen en acto hacia el Bien. Lo dice magistralmente el Papa Francisco en su reciente encíclica: “La esperanza (...) nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes como la verdad, la bondad, la belleza, la justicia, el amor” (55).

Es esto lo que los procesos educativos, en última instancia, quieren lograr cuando declaran su intencionalidad de ser integradores, de que sea la persona en su totalidad la que emerja como un bien para la construcción de la sociedad. Una sociedad que se muestra muchas veces desesperanzada porque le cuesta recurrir a sus reservas de humanidad para construir el bien común.

Necesitamos ser artífices de esperanza. Lo podemos hacer y nuestro mundo lo necesita. “Requiere que seamos audaces, que sepamos mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte y abrirnos a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna” (Cfr. Mensaje 4ta. Jornada Mundial de los Pobres 13 de junio, 2020, p. 6).

En este tiempo de Adviento hacemos un llamado a celebrar y encarnar la esperanza, junto a María, la mujer que, pese a vivir muchas inseguridades y precariedad, sale con prontitud a la casa de su prima para construir con ella la mayor Esperanza para el mundo: Jesús de Nazaret.

 

María Ximena Rodríguez Silva
Directora de Administración
Vicaría para la Educación 

 

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